martes, 17 de julio de 2007

El motu proprio sobre la misa tradicional


FARO, antes de reseñar el Motu proprio «Summorum Pontificum», publicado por el Santo Padre el pasado día 7 de julio, ha querido dejar pasar unos días al objeto, no sólo de considerarlo atentamente en su texto, sino también de observar con el mayor interés las reacciones frente al mismo. Al final hemos optado por publicar el siguiente texto que nos ha hecho llegar nuestro colaborador M. Anaut.

El motu proprio sobre la misa tradicional


Que su llegada ha sido menos espectacular de lo esperado, es una primera observación. Probablemente, la prudencia del Papa, del que se conocía desde antes de acceder al solio pontificio su aprecio por la misa tradicional, que también había hecho saber su intención —ahora convertida en norma— desde hace meses, y luego ha dosificado los tiempos pacientemente, haya podido contribuir a la recepción serena del mismo por los sectores que cabía prever serían contrarios. Entre éstos, y hasta donde llega nuestra información, ha llamado la atención la escasez de los testimonios frontalmente críticos. Un liturgista, aquí, o un obispo, allá, que (consternados, aunque protestando obediencia: es decir los métodos permanentes del modernismo) han indicado hasta qué punto no sea echar tierra sobre la intención de la reforma litúrgica salida (lo que es discutible, pero así lo dicen ellos) del Concilio. Más frecuentes han sido los sibilinos procedentes de los sectores moderados o biempensantes, que han centrado sus comentarios en la normalidad de la medida, al tiempo que han procurado reducir su significación a poco más de un fenómeno marginal. Como si, en primer lugar, la acción de las jerarquías eclesiásticas (superiores, abades, obispos e incluso los papas Pablo VI y Juan Pablo II) durante estos cerca de cuarenta años no hubiese sido la opuesta. Así que, bienvenida la normalidad, ahora sí, estrenada. Y, en segundo lugar, por supuesto, como si relacionar la medida con la situación de la Hermandad de San Pío X fuera una burda manipulación de los anticatólicos.

De parte de las asociaciones y los fieles ligados a esa liturgia tradicional, la actitud tampoco ha sido unívoca. Pues ha oscilado entre quienes han celebrado la llegada del documento romano como un milagro, es decir con gratitud, y quienes lo han acogido con todas las cautelas, precauciones y, si se me apura, prevenciones. Comprendemos bien la actitud de los segundos. Muchos años de una enseñanza equívoca, que fuerza al intérprete a mil y un malabarismos que, al final, devalúan el magisterio no sólo en lo doctrinal, sino también sobre todo en lo pastoral, y de un comportamiento por lo frecuente o cínico o despiadado, cuando no ambas cosas, han concluido por generar una actitud de despego y de recelo hacia lo que llega de las mitras y de la misma tiara. Ahora bien, no por comprensible es justificable tal actitud. Aunque no es que, tampoco, ay, las ambigüedades hayan desaparecido.

Con todo, y no hemos tenido nunca empacho en ejercer una crítica constructiva y respetuosa al tiempo que contundente, en defensa legítima de la fe de la Iglesia y del acto de fe personal, nos alineamos en esta ocasión con quienes han recibido el motu proprio como el milagro no por deseado menos inesperado, e incluso no por esperado en los últimos meses en el fondo menos increíble. La razón radica en el «núcleo» del mismo, del que no debe distraernos ni el «halo» que lo integra, ni menos aún la «periferia» de la carta a los obispos que lo acompaña. Y el núcleo viene constituido por una afirmación capital: el Misal promulgado por San Pío V y reeditado en 1962 por el Beato Juan XXIII jamás ha sido abrogado jurídicamente, por lo que siempre ha estado permitido.

Las consecuencias que derivan de la misma son enormes. En primer término, que estamos en presencia de un documento declarativo, no constitutivo. Su Santidad el Papa Benedicto XVI no concede un derecho nuevo, sino que reconoce una situación de hecho de la que derivan una serie de derechos. ¿Se dan cuenta de lo que esto, simplemente, implica? Pues que el proceder de los obispos e incluso de los papas últimos, en este punto, ha sido erróneo. Así como que quienes se aferraron a la liturgia tradicional, con razones que nunca fueron escuchadas sino, a partir de un cierto momento, a lo más toleradas, no eran desobedientes. La primera condena sufrida por el arzobispo Marcel Lefebvre, en 1976, suspensión a divinis, lo fue por celebrar la misa de siempre en Lille. Condena, ahora podemos decirlo, salvaje, que está en el origen del tristísimo contencioso que llega hasta nuestros días, que desde luego no lleva necesariamente a concluir que sea aceptable su proceder posterior, en 1988, de consagrar obispos sin mandato, más aún contra la expresa prohibición, de la Santa Sede. Pero que lleva, por lo menos, a mirar con caritativa benevolencia y racional comprensión el gesto de quien había sido condenado injustamente, ahora lo sabemos, por sostener que el misal de San Pío V nunca había sido abrogado. Lo que, solemnemente, afirma Su Santidad el Papa Benedicto XVI. Pero es que, en segundo lugar, a cuenta de esa naturaleza declarativa debe también concluirse que la afirmación histórica en que se basa no puede ser cambiada por otro pontífice, como la realidad no puede serlo, al tiempo que genera unos derechos adquiridos cuyo desconocimiento sería contrario a la ley divina y natural. Derecho adquirido, reconocido por el Sumo Pontífice, y que no es, por lo tanto, un mero indulto.

Todo lo demás es accesorio: el ejercicio del derecho, como el de todo derecho, debe ser sujeto a regulación, ésta sí deudora de las circunstancias y sujeta a eventuales cambios. Examinar esta regulación no nos interesa ahora. En todo caso, parece encaminada a evitar las dificultades surgidas precedentemente de la oposición frontal o taimada de muchos obispos. Y que será difícil desaparezcan totalmente. Pero no sería tampoco conveniente, ni quizá dable, en un recto orden, prescindir de los mismos. Ahora, además de distinguir entre las casas de los institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, parroquias y otros oratorios, con reglas distintas, lo que es prudente, facilita y multiplica las vías para acceder al Misal de 1962 por parte de los fieles que lo deseen. La clarificación jurídica operada por el documento, además, debe dar lugar a un nuevo «contexto», con sus exigencias interpretativas. Dejemos aquí las cosas. El Papa tiene una noble preocupación por la liturgia, una liturgia que la aplicación del Misal de 1970, a falta de un texto conciliar en que ampararse, a partir de una intención de ruptura clara y de una praxis progresivamente deletérea ha llevado a la «devastación» litúrgica —el término es del a la sazón Cardenal Ratzinger— presente. Haremos bien en ser cautos y generosos en la victoria. El combate es largo. Queda mucho camino por recorrer. Si los sacerdotes y los fieles no se interesan, el impacto será pequeño. Quizá no pueda ser de otra manera en un primer momento. Aunque quizá también a medio plazo el impacto psicológico, incluso sobre la Misa de 1970, será benéfico y profundo. Esperemos que dentro de unos decenios llegue el momento en que sean precisas disposiciones que regulen, con comprensión y generosidad, la celebración extraordinaria según el Misal de 1970 para los fieles que por su vinculación al mismo lo deseen.


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