Colaboración del Caballero de la Legitimidad Proscrita Manuel de Santa Cruz.
Cuando un joven acaba la carrera y se pone a buscarle una salida para independizarse económicamente de sus padres es frecuente que piense inicialmente en situaciones “puente”. Claro está que toda la vida puede ser, si se le encuentra un sentido, una serie de “puentes” sucesivos. Llamamos “puente” a una situación profesional que se ocupa, pero no se abraza, que no es vocacional, en la cual uno tiene que instalarse por razones económicas a la espera de poder saltar a un quehacer más interesante, más vocacional. Primun vivere, deinde philosophare. Luego resulta que aparecen vocaciones tardías que llevan al acostumbramiento, a aceptar y a quedarse en el puente.
Puede funcionar como puente el colocarse en un colegio de monjas de segunda enseñanza para costearse la larga preparación de una oposiciones a un cuerpo del Estado. Es decir, ir inicialmente a la iniciativa privada, a la Sociedad, para después poder pasar, definitivamente, al Estado. Hay otro puente que se cruza en dirección contraria: hacer unas oposiciones sencillas y baratas a un cuerpo del Estado modesto para desde él poder saltar, tranquilamente, a una oportunidad en la vida civil. Es decir, ir inicialmente a la Administración para pasar en cuanto se pueda a la sociedad.
En las dos áreas, Sociedad y Estado-administración, se puede plantear en el mejor de los casos, una prolongación del estricto deber hacia la vocación. El pero de los casos, el más frecuente, no esencialmente malo, es el de los que no tienen vocación a nada y se quedan asentados para siempre en el cumplimiento de su estricto deber positivo de empleados. Otros sienten una vocación en el grado menor de “afición”, que no es suficiente para saltar desde el deber del puesto de funcionario a una vocación intensa y liberada, de gran plenitud. El intento de evolución de estos últimos podría titularse “desde la afición hasta la vocación”.
Creer y amar. Este binomio aparece en la exégesis del Primer Mandamiento de la Ley de Dios. No es lo mismo creer que amar, ni pensar y cavilar acerca de la existencia de Dios que tratar con Jesucristo mediante la Oración. El Primer Mandamiento no manda “creer” sino “amar”. En la vida laboral este distingo se muestra en que una cosa es cumplir estrictamente y fríamente con el deber pactado y otra diferente y diferenciada ir después más allá, a desarrollar con entusiasmo unas iniciativas no pactadas ni exigibles, pero fecundas y bellas, que presuponen y nacen de una vocación estética. Ética y estética es otro binomio a considerar. El que no tiene vocación a nada, el liberal que no cree en nada, se dedica al cumplimiento de su deber escuetamente. El que tiene una vocación política, sensu lato, y dentro de ella siente una especialización tradicionalista y religiosa está en tensión por ir más allá del deber exigible y piensa y trama “hacer cosas” útiles y hermosas, con un significado profundo, inefable.
Hemos llegado a la disyuntiva final: ¿Desde dónde va a desarrollar el joven tradicionalista la parte generosa, origional y personal, estrictamente no exigible de su vocación? ¿Desde el Estado o desde la Sociedad? En cualquiera de los cauces que se elija, el Estado o la Sociedad, las actividades más allá del deber reportar beneficios, y no pequeños. ¿A cual de los dos, Estado o Sociedad, va el joven tradicionalista a regalar sus beneficios?
No es malo servir al Estado. Pero es mejor servir a la sociedad, si se puede, en un país con un Estado monstruosamente hipertrofiado que lo acapara todo. Recordemos que las relaciones del Estado con la Sociedad, fuera de la Monarquía Tradicional, suelen estar en un equilibrio inestable, peligroso y de recíproca rivalidad y recelo. Son clásicos los recelos entre la Iglesia y el Estado en todo tiempo y lugar. Recordemos la consigna tradicionalista “más Sociedad y menos Estado”. Recordemos el Principio de Subsidiariedad del Derecho Público Cristiano. Su proposición inversa es paradigma de la aberración anticristiana de los totalitarismos.
Puede funcionar como puente el colocarse en un colegio de monjas de segunda enseñanza para costearse la larga preparación de una oposiciones a un cuerpo del Estado. Es decir, ir inicialmente a la iniciativa privada, a la Sociedad, para después poder pasar, definitivamente, al Estado. Hay otro puente que se cruza en dirección contraria: hacer unas oposiciones sencillas y baratas a un cuerpo del Estado modesto para desde él poder saltar, tranquilamente, a una oportunidad en la vida civil. Es decir, ir inicialmente a la Administración para pasar en cuanto se pueda a la sociedad.
En las dos áreas, Sociedad y Estado-administración, se puede plantear en el mejor de los casos, una prolongación del estricto deber hacia la vocación. El pero de los casos, el más frecuente, no esencialmente malo, es el de los que no tienen vocación a nada y se quedan asentados para siempre en el cumplimiento de su estricto deber positivo de empleados. Otros sienten una vocación en el grado menor de “afición”, que no es suficiente para saltar desde el deber del puesto de funcionario a una vocación intensa y liberada, de gran plenitud. El intento de evolución de estos últimos podría titularse “desde la afición hasta la vocación”.
Creer y amar. Este binomio aparece en la exégesis del Primer Mandamiento de la Ley de Dios. No es lo mismo creer que amar, ni pensar y cavilar acerca de la existencia de Dios que tratar con Jesucristo mediante la Oración. El Primer Mandamiento no manda “creer” sino “amar”. En la vida laboral este distingo se muestra en que una cosa es cumplir estrictamente y fríamente con el deber pactado y otra diferente y diferenciada ir después más allá, a desarrollar con entusiasmo unas iniciativas no pactadas ni exigibles, pero fecundas y bellas, que presuponen y nacen de una vocación estética. Ética y estética es otro binomio a considerar. El que no tiene vocación a nada, el liberal que no cree en nada, se dedica al cumplimiento de su deber escuetamente. El que tiene una vocación política, sensu lato, y dentro de ella siente una especialización tradicionalista y religiosa está en tensión por ir más allá del deber exigible y piensa y trama “hacer cosas” útiles y hermosas, con un significado profundo, inefable.
Hemos llegado a la disyuntiva final: ¿Desde dónde va a desarrollar el joven tradicionalista la parte generosa, origional y personal, estrictamente no exigible de su vocación? ¿Desde el Estado o desde la Sociedad? En cualquiera de los cauces que se elija, el Estado o la Sociedad, las actividades más allá del deber reportar beneficios, y no pequeños. ¿A cual de los dos, Estado o Sociedad, va el joven tradicionalista a regalar sus beneficios?
No es malo servir al Estado. Pero es mejor servir a la sociedad, si se puede, en un país con un Estado monstruosamente hipertrofiado que lo acapara todo. Recordemos que las relaciones del Estado con la Sociedad, fuera de la Monarquía Tradicional, suelen estar en un equilibrio inestable, peligroso y de recíproca rivalidad y recelo. Son clásicos los recelos entre la Iglesia y el Estado en todo tiempo y lugar. Recordemos la consigna tradicionalista “más Sociedad y menos Estado”. Recordemos el Principio de Subsidiariedad del Derecho Público Cristiano. Su proposición inversa es paradigma de la aberración anticristiana de los totalitarismos.
1 comentario:
El Estado, como la ley positiva y la organización política, debe servir al hombre, social e individualmente considerado. Que el liberalismo haya hipertrofiado el Estado hasta llegar a su divinización socialista no es óbice para anclarse en la dicotomía Estado-Sociedad en lucha perenne. La Monarquía es la forma de gobierno más peligrosa, pues, es la única que puede degenerar en tiranía, ha habido reyes y reyezuelos, pero en base a esas corrupciones no puede uno anclarse en la dicotomía Monarquía-República, sino defender la forma monárquica como garante de la unidad que es el mayor de los bienes temporales de un régimen, junto con la virtud (aristocracia) y la paz social (democracia), alcanzables, por lo menos en la especulación, bajo el régimen mixto.
El artículo, al fin, obvia la parte vocacional de servicio por antonomasia que es la carrera militar, no la de los cuerpos --en los que cabe lo argumentado--, sino en la de las armas. El militar, aun sirviendo las armas del Rey, es función del Estado. No hay cuerpo intermedio capaz de realizar el cometido del Ejército. ¿Qué debe hacer el joven tradicionalista, que no siempre será carlista, con su vocación militar? sin andarse con rodeos, ¿puede o no puede servir a la Patria en un Estado degenerado como el actual? He ahí la pregunta que necesita, sin más, el sí sí no no. En 1808 fueron dos capitanes, Daoíz y Velarde, los que hicieron la asonada del dos de mayo.
En Cristo
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