viernes, 6 de junio de 2008

El espíritu de la guerra de la Independencia. Don Jerónimo Merino y Cob


Rafael Gambra en su obra La primera guerra civil de España, 1821-1823. Historia y meditación de una lucha olvidada, editada por primera vez por la editorial Escelicer en el año 1950, defendía la continuidad histórica de España, continuidad explicada en el porqué de nuestras últimas guerras desde la guerra contra la Convención o Guerra Gran (1793-1795). Decía Gambra: “En 1793 la tradición católica y monárquica del pueblo impone una guerra contra la naciente República Francesa, que se costea en gran parte por el pueblo mismo y se nutre en sus ejércitos de voluntarios. Así, la Revolución Francesa hubo de encontrar entre sus primeros enemigos a la Monarquía tradicional de España, que aún guardaba arrestos para velar por el orden europeo. El carácter religioso de esta lucha está claramente expresado en el estandarte de sus voluntarios navarros que se conserva [se conservaba] en el Museo de Pamplona. En él, sobre el escudo del Reino, aparece el lema: Por Dios, el Rey y la Patria[1]. Tesis que compartía totalmente Melchor Ferrer en su obra Historia del Tradicionalismo Español[2] y en gran parte José Luis Comellas en la suya, Los Realistas en el Trienio Constitucional (1820-1823)[3].

Parece innegable la continuidad en los valores defendidos, al menos por una parte de los españoles, a lo largo de dichas contiendas, que a su vez enlazan, mejor dicho, que son los mismos, que han identificado a España, primero como parte de la Cristiandad, luego, fortificada frente a influencias exteriores, convertida en su defensora, frente a la ruptura iniciada por Lutero. Valores conservados, cuando la Ilustración irrumpió en España, por el Tradicionalismo Político Español, de forma, que al menos en él, nunca se interrumpió la línea de la tradición católica de España. Por eso, mientras que en la guerra de la Convención y en la guerra de la Independencia, dicha defensa se identifica con la España oficial, en la guerra de la Constitución y en las guerras Carlistas, la defensa del Altar y el Trono, expresión de esos ideales, estuvo en manos del pueblo que se levantó, precisamente contra esa España oficial.

No creemos que nadie dude de esa continuidad entre los realistas de la guerra de la Constitución y los de los defensores de don Carlos y sus sucesores en las contiendas carlistas, lógicamente exenta la primera del componente dinástico de las siguientes y del perfeccionamiento doctrinal habido con el paso del tiempo en el Tradicionalismo. Aun así, solamente conocemos un caso de un jefe realista de relevancia en aquella campaña, que luego no militó en las filas de don Carlos, don Vicente Jenaro de Quesada, tal vez por su fracaso personal en esa contienda, por lo que se puede considerar, con toda lógica, a aquella como una guerra pre-carlista, al igual que lo fue la llamada de los Agraviados en 1827, aunque ésta limitada a Cataluña. José Fermín Garralda, en un artículo publicado en 1988, estudiaba una serie de documentos de la época, en los que diversos protagonistas explicaban sus más profundas convicciones, en busca del porqué de aquellos enfrentamientos y llegaba, entre otras, a la siguiente conclusión: “La continuidad entre el realismo y el carlismo es patente tanto en principios socio-políticos como en personalidades; no en vano el carlismo se puede denominar como el realismo español de 1833”[4]. Existe un documento, publicado por José Luis Comellas, que entendemos esclarecedor. Es una carta de don Carlos O’Donnell, uno de los jefes realistas en la guerra de la Constitución a su hermano Enrique, liberal. Le dice Carlos a Enrique: “Nosotros defendemos la causa de Dios, los derechos del trono, la libertad bien entendida de la patria… Vosotros, la del capricho, de la inmoralidad y anticristianismo”[5].

Remitiéndonos a la guerra de la Independencia, si bien es cierto que, entre las motivaciones de muchos de sus combatientes, podemos encontrar la defensa de los principios del Altar y el Trono, frente a quien además de ser invasores eran hijos de la Revolución, no es menos cierto, que el estimulo, puramente emocional, de resistencia ante el invasor de la Patria, fue un factor suficientemente determinante, como para empujar a muchos hombres a enfrentarse a los franceses, sin entrar en consideraciones doctrinales. Por tanto, quienes nieguen tal continuidad histórica y defiendan la autonomía de la guerra de la Independencia frente al resto de dichas contiendas, podrán exhibir sin problemas una larga lista de combatientes contra los franceses, empezando por Juan Martín Díaz “el Empecinado”, Francisco Espoz y Mina, Juan Díaz Porlier o Saturnino Abuin “el Manco” etc., que posteriormente defendieron los ideales liberales[6]. Hecho que sin embargo no desmiente el espíritu general de quienes se enfrentaron a la invasión francesa. La demostración es sencilla, aunque frecuentemente se haya querido ocultar. Cuando, ya desde los primeros momentos del levantamiento, la Junta Central quiso dar cobertura legal a los centenares de partidas que se alzaban contra el invasor a todo lo largo de nuestra geografía nacional, arbitró una serie de “reglamentos” a los que estas debían someterse para obtener su reconocimiento como combatientes. El primero fue el llamado “Reglamento de Cuadrillas” de 28 de diciembre de 1808, complementado en Cataluña por uno de “Somatenes”. El 19 de abril de 1809, publicará una “Instrucción para el Corso Terrestre” y el 26 de ese mismo mes el de “Partidas de Cruzada”.

La lectura del texto que a continuación reseñamos, parece evidenciar que la Junta Central creía haber encontrado, en esta última fórmula, la mejor forma para “reglamentar” a los guerrilleros, considerarles “cruzados”, pues parecían tener claro que no solamente se enfrentaban a una invasión militar, sino ideológica, que ponía en peligro los pilares de la monarquía española. Dice la Real Orden de la Junta Central Suprema, dirigida a la Junta Superior de Badajoz, fechada en el Real Alcázar de Sevilla el día 17 de mayo de 1809 (si bien entendemos por su preámbulo, que este es el traslado de la dictada con fecha 26 de abril):

“Al leer S. M. el oficio de V. E. de 22 del corriente (se refiere al mes de abril), no ha podido menos de aplaudir el celo de esa Junta Superior, y de aprobar un pensamiento que mirado en su verdadera luz, en ningún tiempo habrá podido realizarse con más justicia, ni ser aplicado con más oportunidad. Nuestros mayores publicaron cruzadas para rescatar los lugares santos de poder de los infieles. ¿Con cuanta más razón no lo haremos nosotros para defender la religión en el seno de nuestra patria, contra la profanación más escandalosa e impía que han visto los siglos, aun entre los pueblos más bárbaros? No hay medio que no lo autorice, la agresión injusta que padecemos, los horrores y desolación que sufrimos, y la opresión tiránica con que nos amenaza el enemigo con quien luchamos. Añadamos, pues, nuevos estímulos al ardor que nos anima: excitemos el celo religioso, este sagrado entusiasmo que hace olvidar al hombre su existencia, despreciar los tormentos y aún la misma muerte por la gloria de su Creador. Así el interés de la religión y el de la patria concurrirán a una a nuestra salvación, y los soldados del tirano, o serán víctimas de nuestro esfuerzo, o huirán de nuestra vista llenos de confusión y de vergüenza. Para alentar pues S. M. una idea tan útil como oportuna, no sólo ha aprobado la formación de los tres cuerpos que V. E. ha levantado bajo el estandarte de la Santa Cruzada, sino que además ha acordado que a los individuos de aquellos cuerpos, y a los demás valerosos defensores de la religión que se alisten en esta milicia, les dé esa Junta una cruz roja de paño, colocada al pecho; que se dé el correspondiente aviso de esta soberana resolución al Capitán General del ejército y Provincia D. Gregorio de la Cuesta, y que se publique en Gaceta el rasgo de patriotismo religioso de esa Junta, y que se comunique la correspondiente orden al Ministerio de Gracia y Justicia, a fin de que trate y proponga lo conveniente para hacer útil y más extensivo este servicio. De Real orden lo comunico a V. E. para su inteligencia, cumplimiento y satisfacción”[7].

De la redacción del documento trascrito, parece desprenderse claramente que la idea partió de la Junta Superior de Badajoz, en escrito dirigido a la Junta Central en el mes de abril. En cualquier caso, este modelo se difundió pronto, aunque años después, en 1812, las Cortes de Cádiz, publicarán un nuevo Reglamento, que sustituirá a los anteriores, queriendo borrar aquel espíritu de Cruzada.

En cualquier caso, paradigma de la defensa permanente de estos principios fue don Jerónimo Merino y Cob, combatiente en la guerra de la Independencia, en la Campaña Realista de 1821-23 y en la Primera Guerra Carlista. Merino había acudido por aquellas fechas, abril de 1809, origen del reglamento de las “Partidas de Cruzada”, a Sevilla, aprovechando la entrega de algunos documentos, aprehendidos a uno de los correos por él interceptados en el camino real de Burgos, para presentarse a la Junta y obtener su reconocimiento. Así fue, y como consta en su Hoja de Servicios[8], con fecha 3 de mayo de 1809, fue reconocido como comandante de partida con distintivo de la Cruz Roja. Dice así el documento firmado por Martín de Garay, secretario de la Junta Central:

“…se concede libre y seguro pasaporte a don Jerónimo Merino, cura beneficiado en el lugar de Villoviado y a don Domingo Hortigüela beneficiado de Pineda en el Arzobispado de Burgos, comandantes de una partida de paisanos y a don Tomás Ibeas, sargento primero de ella, para pasara a las provincias de Castilla e incomodar y perseguir a nuestros enemigos, levantar gentes, alistarlas, y todo lo demás que pueda contribuir a sacudir el yugo extranjero que sufren aquellos pueblos, pudiendo usar todos los que se alisten en esta Milicia la Cruz Roja, de cuatro brazos iguales, distinguido los excelentísimos en llevarla ribeteada de un cordón de plata. Las justicias les auxiliaran y les facilitaran víveres, bagajes, alojamiento y cuanto necesiten para su subsistencia”[9].

Mariano Rodríguez de Abajo, su amigo y confidente de los últimos años en el exilio, no sólo refiriéndose a él, sino a la mayoría de los españoles que se enfrentaron a los franceses, decía:

“Alors ce fut une déception immense et une immense colère: alors dans tous les coeurs ce fut une ardeur unanime de vengeance, une glorieuse fièvre de patriotisme, un irrésistible élan de nationalité. Ce peuple trahi ne connut plus qu’une affair, qu’un besoin: chasser l’étranger, vivre ou mourir Espagnol.
Le sentiment religieux qui s’échauffe aux ardeurs de la persécution, s’unit bientôt au sentiment national contre les Français. Le peuple vit transformer ses convents en casernes, chasser ses moines, insulter ses prêtres; il entendit retentir de Rome en Espagne la plainte du Saint-Père dépossédé et captif comme son Roi. Napoléon avait violé les deux Majestés. L’excommunication de l’Église consacra l’aversion populaire contre l’oppresseur de la patrie et ses armées”
[10].

El propio Merino, el 21 de julio de 1814, en la larga representación que dirigió a Fernando VII, con ocasión de su visita a Madrid para presentarle sus respetos: “abstraído de todo lo que no era llenar las obligaciones de mi estado seguía hasta la invasión de los franceses en cuyo tiempo justamente indignado por ver atacados directamente los objetos para mi más sagrados de la Religión, Rey y Amada Patria, formé la resolución de sacrificar cuanto poseía en la tierra, y hasta mi existencia natural en tan justa defensa”[11]. En una hoja impresa en Atienza y fechada el día 1 de abril de 1821, al levantarse contra el Gobierno constitucionalista, pedía: “Religión, Rey y representación nacional”[12]. Doce años más tarde, el 23 de octubre de 1833, ocho días después de haber proclamado a Carlos V, en una bando fechado en su cuartel general de Salas de los Infantes, explicaba porque había combatido antes y porque volvía a luchar, decía: “Dos campañas gloriosas fueron la mayor garantía de que ocurrí siempre a la defensa de la Patria, cuando se vio amenazada por las intrigas y las audacias de los enemigos exteriores e interiores, que quisieron sumirla en la desgracia, envolviendo en ruinas los fundamentos del altar y del trono. Por tercera vez salgo al campo del honor acaudillando las leales huestes castellanas, para oponer un fuerte muro al impetuoso torrente de calamidades con que amenazan a la Patria común gentes interesadas que rodeando a la esposa de nuestro malhadado cuanto querido Rey, Sr. Don Fernando VII (Q. E. E. G.), la ocultan maliciosamente el verdadero sentido y espíritu español…”[13]. Apenas unos días después, el 30 de octubre, también desde Salas de los Infantes, al remitir una orden a los Justicias de los pueblos, y hablando de sus voluntarios, dejaba claro que es lo que éstos defendían, explicando que: “Se han dedicado exclusivamente en el más vehemente deseo a defender nuestra religión sacrosanta y a sostener a todo trance los imprescriptibles derechos de nuestro amado Rey Don Carlos V”[14]. El día 13 de noviembre de ese mismo año, a las puertas de Burgos, volvía a insistir, al dirigirse al ejército que se le oponía, en los motivos de su lucha: “Soldados -les decía- La causa más santa y la más justa ha reunido este brillante y numeroso ejército que veis a las puertas de la ciudad: la santa religión de nuestros padres y el trono de España; tales son los queridos objetos que queremos poner al abrigo de la persecución de los monstruos infames de la iniquidad…”[15].

No creemos necesario insistir en los argumentos que movían a Merino, que había recibido de sus progenitores, según Mariano Rodríguez de Abajo:

“En même temps que la vie, la forte empreinte du sentiment religieux et monarchique qui possédait alors sans partage le Royaume Catholique”[16].

Merino, había nacido el día 30 de septiembre de 1769, en pueblecito burgalés de apenas 30 vecinos, cercano a Lerma, Villoviado, del que además era cura párroco desde 1796. Tenía 39 años, cuando salió a combatir a los francés, primero ayudado tan sólo por dos hombres, interceptaba correos y volvía a casa, luego, ya en 1809, cuando dirigía ocho, se lanzó al campo. En cuanto pudo, como ya hemos dicho, se presentó a la Junta Central en Sevilla, buscando su aprobación y permiso. Una vez obtenido, una vez reconocido como comandante de una partida de Cruzada, comenzó una febril actividad, para convertir a los voluntarios de su partida en verdaderos soldados. Al finalizar la contienda, mandaba dos regimientos, que sin lugar a dudas podían considerarse entre los mejor instruidos y disciplinados del Ejército. Eran el regimiento de Caballería “Húsares de Arlanza” y el de Infantería “Voluntarios de Burgos”. El primero vestía pelliza azul bordada en blanco, y según Fredérick Hardman con “sus armas bruñidas y sus hermosos caballos, podían emparejarse, sin menoscabo, con la mejor fuerza regular de la Caballería francesa”[17], mientras que el segundo, uniformado de gris con adornos rojos, era ejemplo de “limpieza y disciplina”[18]. Él era brigadier de Caballería, condecorado con la Cruz de la Real y Militar Orden de San Fernando. Había disputado a los franceses más de 50 acciones de guerra, en las que nunca fue derrotado. Cuatro generales, Roquet, Kellerman, Thièbault y Grasien había fracasado en su persecución. Wellington, que le admiraba, le regaló un catalejo y Napoleón llegó a decir: “prefiero la cabeza de ese cura a la conquista de cinco ciudades españolas”. Perdió en la guerra dos hermanos y cuatro sobrinos. El príncipe Lichnowsky, dijo que de él, “no hay un granadero del Imperio ni un soldado del ejército de Wellington que no lo conozca”[19].

Fue además generoso (nunca pido exacciones pecuniarias a los pueblos y siempre repartió entre sus paisanos el dinero o efectos –excepto los militares- que obtuvo en sus victorias); humilde (nunca uso uniforme ni condecoraciones y reclutó a sus oficiales, además de los que solicitó al Ejército para adiestramiento de sus hombres, entre los más cultos –Ramón de Santillán, uno de sus oficiales de Caballería, llegaría a ser ministro y primer gobernador del futuro Banco de España-); astuto y valiente, pero no temerario (nunca se arriesgo en acciones que pudieran poner en graves aprietos a sus hombres, siempre calculando el lugar y el momento más adecuado para el combate); sus costumbres austeras (apenas comía y dormía y nunca bebía otra cosa que no fuese leche o agua); era el mejor jinete, el mejor tirador y el que mejor aguantaba la dureza de la vida al raso y en continuo movimiento por las sierras… Sin embargo, cometería el pecado de ser fiel a sus principios, de restaurar la Inquisición en 1813 en Burgos, de ser realista en 1821 y carlista en 1833. Si solamente hubiera luchado en la Guerra de la Independencia, hubiera sido un héroe para todos, pero pronto se definió ideológicamente y por tanto todos los enemigos de las ideas que defendió, también lo fueron suyos, casi siempre, así somos los españoles, incapaces de reconocerle mérito alguno.

Era relativamente fácil convertirle, dada su modesta extracción social y carácter sacerdotal, en el tópico de la demagogia anticlerical del cura de “misa y olla”, ignorante y violento y para completar la cruel caricatura, feo, bajito y moreno.

Los primeros libelos que conocemos contra él, datan del inicio de la Primera Guerra Carlista. Merino, ejecutado don Santos Ladrón de Cegama, es la figura más relevante de los que se han alzado en primera instancia a favor de don Carlos María Isidro. En Madrid, los carlistas han depositado en él sus esperanzas de triunfo. Había que destruirle y ya que no podían hacerlo físicamente, se empeñaron en destruir su fama.

Solamente citaremos dos los ejemplos: el librillo anónimo titulado La Fiera de los Pinares, o sea la muy célebre renuncia del Cura Merino al linaje humano: Su domicilio sempiterno en los bosques y las selvas, publicado en 1834 en la imprenta Verges, de Madrid y el apellidado Historia política del Cura Merino: escrita en francés y traducida al español por D. Ignacio Malumbres, Imprenta de M. Heras, Zaragoza, 1836.

En el primero, del que habría bastado su título, para comprender el odio que rezuma y por tanto su calidad e imparcialidad, citaremos unas frases, en las que Merino, en un ficticio soliloquio, parece gritar: “Soy una fiera: al nacer me tuvieron por hombre, y este error ha labrado el tormento de mi vida y la desdicha de cuantos seres se han visto en la forzosa precisión de conocerme y de tratarme. La naturaleza me formó velludo: ésta sola circunstancia debió fijar a mis ayos y pedagogos, que se obstinaron (bien que inútilmente) en domesticarme. Me embarazaba el vestido, no me hacia mella la intemperie, me tenía difícilmente en dos pies, y mis necios directores empeñados todavía en domesticarme. Huía de las gentes: buscaba con pasión los parajes solitarios, y mis tercos pedagogos rabiaban por presentarme entre los hombres, siempre tenaces en domesticarme. Me mostré ceñudo, áspero, incivil, montaraz, duro de corazón, que señalé en mis frecuentes crueldades, y mis maestros cada vez mas estúpidos, siempre ciegos y emperrados en martirizarme”.

En el segundo, su autor dice: “Tenía dos hermanos, de los que hablaremos en adelante, y una hermana muy bien parecida. Todos los de su familia tuvieron que sufrir mucho de sus malos tratamientos. Su infeliz madre murió de resultas de los insultos y tormentos que le hizo pasar este hijo desnaturalizado, y vez hubo que se encaró a la madre en ademán de asestarle sus pistolas. Su hermano mayor, que le llamaban por apodo el Majo, y era contrabandista de profesión, vino a juntársele en 1810, el mismo día que Merino tuvo un encuentro sangriento con los franceses en Almazán, cerca de Soria; ¿Qué recibimiento haría Merino a su hermano? Parece increíble: temiendo el barbazo, que su hermano no le suplantase, y lo eligieran en su lugar por jefe las guerrillas del país, lo hizo asesinar dos horas después de haberlo abrazado y haberle manifestado el gusto de verle después de una ausencia de seis años. = El hermano menor, también contrabandista, y conocido bajo el nombre de el Churro, continuo en hacer la guerra á los franceses, en compañía del cura soldado; cierto día quiso echar en cara a Merino la dureza de su carácter, este hizo tocar generala, junta su gente en la plaza de Lerma, y allí, castiga inhumanamente su atrevimiento haciéndole dar baquetas tan crueles, que el infeliz hermano murió poco después de tan bárbara flagelación. = No quedaba ya sino su hermana, que escapase de los uñas feroces de este parricida; tuvo la fortuna de quedar con vida; y no fue poca; porque con un ente tan brutalmente atroz, como Merino, hubiera al fin sido víctima de alguno de estos accesos de furor”.

En cualquier caso estas obrillas se definen por sí solas, en sus mentiras, en el odio que desprenden, que no disimulan y en el fin que pretenden, que como indicábamos no era más que la destrucción de la popularidad de un enemigo en armas. Más grave es a nuestro juicio, lo sucedido en lo que podríamos definir como una segunda etapa en los ataques contra la figura de Merino, ya fallecido éste, puesto que en realidad atacan lo que representa y porque el ataque proviene de autores no solamente conocidos, sino de indudable prestigio como Pío Baroja, o que además se precian de historiadores imparciales como Antonio Pirala, aunque rebajen algún punto su crítica y huyan de las burdas mentiras, imposibles de sostener, vertidas en los dos primeros textos reseñados, son más sutiles y poseen mayor calidad literaria y deslizan, entre breves palabras de reconocimiento toda una retahíla de calumnias e insultos, por eso su opinión es más nociva y la que ha contribuido a crear una imagen de Merino, totalmente falsa.
Pirala en Historia de la Guerra Civil y de los partidos Liberal y Carlista, además de los tópicos, que por tan difundidos han sido aceptados casi por todos, a pesar de su falsedad, sobre su falta de preparación, tosquedad y los motivos puramente de orgullo y venganza para lanzarse al combate, lanza, como de pasada, acusaciones tan graves como la de deserción, diciendo: “La quinta le hizo trocar el cayado por el fusil; pero se amoldaba mal su libertad campestre con la sujeción de la disciplina, y desertó, volviendo a su rebaño”, o la de inmoralidad, contando que: “Se le confirió el gobierno militar y la comandancia general de Burgos, donde empezó a mostrarse hostil a la Constitución; y a la par que era partidario de la Inquisición y de los frailes, pasaba sus ocios en una de las casas de los arrabales, a donde convidaba a sus amigos y a las correspondientes parejas de agraciadas jóvenes, entregándose todos a desenfrenadas orgías”.

Baroja en Aviraneta o la vida de un conspirador, pone en boca de su antepasado Eugenio de Aviraneta, del que dice que combatió a las órdenes de Merino, lo cual por cierto, es absolutamente falso, cosas como: “Aviraneta observó al guerrillero. Era Merino de facciones duras, de pelo negro y cerdoso, de piel muy atezada y velluda. = Fijándose en él era feo, y más que feo, poco simpático; los ojos vivos y brillantes, de animal salvaje, la nariz saliente y porruda, la boca de campesino, con las comisuras para abajo, una boca de maestro de escuela o de dómine tiránico. Llevaba sotabarba y algo de patillas de tono rojizo. = No miraba a la cara, sino siempre al suelo o de través. El que le contemplasen le molestaba”, o que a Aviraneta, “nunca le fue simpático, le encontraba soez, egoísta y brutal… Su manera de ser la constituía una mezcla de fanatismo, de barbarie, de ferocidad y de astucia”.

Tanto odio y solo por su fidelidad a unos ideales, ideales que Merino sostuvo en la guerra y en la paz, en el triunfo y en la derrota, y hasta la muerte. La figura de un cura tradicionalista y guerrillero, debía ser la personificación de los más detestados miedos de aquellos liberales.
Para finalizar, citaremos nuevamente a Rodríguez de Abajo, que estuvo a su lado en los últimos momentos de su vida:

“Une fois la semaine, dans les premiers temps, il se réunissait avec eux (ses compatriotes) à l’église pour y prier en commun dans la langue de son pays, et écouter la parole de Dieu prêchée par un compagnon d’exil. C’était encore une joie: des esprits peureux se trouvèrent qu’alarma la tolérance d’une autorité bienveillante au malheur: la prière fut supprimée”[20].

No por ello Merino dejó sus deberes sacerdotales. Cuenta también Rodríguez de Abajo, testigo de aquellos sucesos:

“Les oeuvres religieuses occupèrent une grande place dans ses dernières années. Chaque jour, il entendait la messe. Il suivait tous les offices, assistait à toutes les prières, communiait souvent, récitait son bréviaire et le chapelet; le soir, aun fond d’une église, dans le coin le plus sombre, il élevait son âme vers Dieu, le priait pour l’Espagne et le Roi. La sérenité de sa conscience était celle du juste qui a la paix du coeur. Nul souvenir des guerres passées ne la troblait: avec le guerrier prophète, il disait: Benedictus Dominus Deus meus qui docet manus meas ad proelium, et digitos meos ad bellum!... Beni soit le Seigneur mon Dieu qui instruit mes mains au combat, et mes doigts à la guerre!”[21].

Cuando llegó su momento final: “Don Mariano Picardso (creemos que es Pichardo), Don Pedro Pérez, tous deux anciens aumôniers de notre armée, et le curé de Saint-Pierre de Mont-Sort, sa paroisse, lui administrèrent la sainte communion et les derniers secours de la religion. Un mieux apparent se manifesta le 12 au matin. Nous mous réjouissions; c’était la dernière lueur. Il tourna ses yeux vers nous, dit les mots: Jésus, Maria, Jose! Et son agonie commença”[22].

No creemos que debamos decir más.
José Antonio Gallego

[1].- GAMBRA CIUDAD, Rafael: La primera guerra civil de España, 1821-1823. Historia y meditación de una lucha olvidada (prólogo de S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón), Ed. Nueva Hispanidad, Buenos Aires-Santander, 2006. (p. 138)
[2].- FERRER DALMAU, Melchor; TEJERA QUESADA, Domingo, y ACEDO CASTILLA, José F.: Historia del Tradicionalismo Español, Ediciones Trajano, Editorial Tradicionalista, Editorial Católica Española (30 tomos), Sevilla y Madrid, 1941 a 1979.
[3].- COMELLAS GARCÍA-LLERA, José Luis: Los realistas en el Trienio Constitucional, 1820-1823 (presentación de Federico Suárez Verdeguer), Ed. Colección Histórica del Estudio General de Navarra, serie siglo XIX nº 1, Pamplona 1958.
[4].- GARRALDA ARIZCUN, José Fermín: Fundamentos doctrinales del Realismo y el Carlismo (1823-1840), en revista Aportes nº 9, Ed. Aportes XIX, Madrid, 1988 (p.30)
[5].- COMELLAS GARCÍA-LLERA, José Luis: Los realistas en el Trienio Constitucional…, obra citada, p. 77.
[6].- Lista, a la que sin embargo, inmediatamente se podría oponer otra interminable de carlistas que ya combatieron imbuidos de los mismos ideales en las guerras de la Independencia y de la Constitución. Estuvimos tentados de enumerar más dos centenares de nombres que nos fue facilísimo reunir, pero finalmente entendimos que con citar poco más de una cincuentena de los más destacados, sería suficiente para dejar claro que la veracidad de la hipótesis sustentada por el Tradicionalismo. Lista que podemos iniciar con Jerónimo Merino y al que debe seguir Tomás de Zumalacárregui, y luego hemos entendido que podíamos citar, mezclando hombres de diversa extracción social y procedencia geográfica a, Manuel Adame “el Locho”; Ignacio Alonso-Cuevillas; marqués de Bóveda de Limia; Manuel Carnicer; Feliciano Cuesta; Ramón Chambó; Isidro Díaz; Nazario de Eguía; Francisco Eraso; conde de España; Basilio Antonio García; Luis García-Puente; Pedro García de la Bárcena; Juan Goiri; Miguel Gómez; Vicente González Moreno; Juan Antonio Guergué; Bartolomé Guibelalde; duque de Granada de Ega; Pedro Fermín de Iriberri; Francisco Iturralde; José Jara; Miguel de Lacy; Santos Ladrón de Cegama; Pedro Legallois de Grimarest; Clemente Madrazo; Salvador Malavila; conde del Prado; Manuel Martínez de Velasco; José de Mazarrasa; Manuel Medina-Verdes; Isidoro Mir; José Miralles “el Serrador”; Pedro Fausto Miranda; Joaquín y Juan Montenegro; Gabriel del Moral; conde de Negri; Lucio Nieto; Ramón O’Callagahan; Bartolomé Porredón “el Ros de Eroles”; Joaquín Quilez; Pascual Real; Juan Romagosa; José Antonio Sacanell; Juan Manuel Sarasa; Agustín Tena; Benito Tristany; José Uranga; marqués de Valdespina; Santiago Villalobos; conde de Villemur; Francisco Vivanco; Fernando Zabala, y Juan Bernardo Zubiri.
[7].- Archivo Histórico Nacional. Junta Central Suprema Gubernativa del Reino. Estado, 41, C. En el documento trascrito, como en todos los de este trabajo, hemos actualizado tanto la grafía como lo ortografía para su mejor comprensión. Existen en el mismo Archivo y bajo la misma referencia, varios documentos de diversos eclesiásticos resaltando ese mismo sentido religioso-patriótico de la lucha. De todos ellos, resultan especialmente expresivos de este espíritu, los de don Juan Pablo Constans, canónigo colegial de la iglesia de Pons (Lérida), solicitando a la Junta Central permiso para predicar “la formación de un Ejército de Cruzada” en Cataluña.
[8].- Expediente de Jerónimo Merino, Archivo General Militar. Segovia.
[9].- CODÓN FERNÁNDEZ, José María: Biografía y crónica del Cura Merino, Imp. Aldecoa, Burgos, 1986 (p. 32)
[10].- RODRÍGUEZ DE ABAJO, Mariano: Notice biographique sur le curé Mérino, Chez F. Poisson, Imprimeur / Chez de Verenne, Éditeur, Caen / Paris, 1846, p. 9: “Entonces hubo una decepción inmensa y una inmensa cólera: entonces en todos los corazones hubo ardor unánime de venganza, una gloriosa fiebre de patriotismo, un irresistible fervor de nacionalismo. Ese pueblo traicionado no conoció más que un deseo, una necesidad: expulsar al extranjero, vivir o morir español. = El sentimiento religioso que se calentaba con los ardores de la persecución, se unió pronto al sentimiento nacional contra los franceses. El pueblo vio transformar sus conventos en cuarteles, perseguir a sus monjes, insultar a sus curas; escuchó resonar desde Roma a España el lamento del Santo Padre desposeído y cautivo como su Rey. Napoleón había violado ambas Majestades. La excomunión de la Iglesia consagró el odio popular contra el opresor de la patria y sus ejércitos”.
[11].- Expediente de Jerónimo Merino, Archivo General Militar. Segovia.
[12].- COMELLAS GARCÍA-LLERA, José Luis: Los realistas en el Trienio Constitucional…, obra citada, p. 77.
[13].- FERRER DALMAU, Melchor; TEJERA QUESADA, Domingo, y ACEDO CASTILLA, José F.: Historia del Tradicionalismo Español…, obra citada, vol. 1, tomo III, pp. 304 a 305.
[14].- FERRER DALMAU, Melchor; TEJERA QUESADA, Domingo, y ACEDO CASTILLA, José F.: Historia del Tradicionalismo Español…, obra citada, vol. 1, tomo III, p. 305.
[15].- FERRER DALMAU, Melchor; TEJERA QUESADA, Domingo, y ACEDO CASTILLA, José F.: Historia del Tradicionalismo Español…, obra citada, vol. 1, tomo III, pp. 306.
[16].- RODRÍGUEZ DE ABAJO, Mariano: Notice biographique sur le curé Mérino, obra citada, p. 1.:“Al mismo tiempo que la vida, la fuerte impronta del sentimiento religioso y monárquico que entonces poseía por completo el Reino Católico (la católica España)”.
[17].- HARDMAN, Fredérick: El Empecinado visto por un inglés (traducción y prólogo de Gregorio Marañón), colección Austral nº 360, Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1964 (5ª edición)
[18].- HARDMAN, Frederick: El Empecinado visto por un inglés, obra citada.
[19].- LICHNOWSKY, Félix María von: Recuerdos de la Guerra Carlista, 1837-1839 (prólogo, traducción y notas de José Mª Azcona y Díaz de Rada), Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1942.
[20].- RODRÍGUEZ DE ABAJO, Mariano: Notice biographique sur le curé Mérino, obra citada, p. 137: Una vez a la semana, al principio, se reunía con ellos (los compatriotas) en la iglesia para rezar juntos en la lengua de su país, y oír la palabra de Dios predicada por un compañero de exilio. Era una alegría: espíritus temerosos se alarmaron por la tolerancia de una autoridad benévola con su desdicha: la oración fue suprimida”
[21].- RODRÍGUEZ DE ABAJO, Mariano: Notice biographique sur le curé Mérino, obra citada, p. 139: “Las obras religiosas ocuparon un importante lugar en sus últimos años. Cada día, oía misa. Seguía todos los oficios, asistía a todos los rezos, comulgaba a menudo, recitaba su breviario y el rosario; por la tarde, al fondo de una iglesia, en el rincón más oscuro, elevaba su alma hacia Dios, le pedía por España y el Rey. La serenidad de su conciencia era la del justo que tiene el corazón en paz. Ningún recuerdo de las guerras pasadas le perturbaba: con el guerrero profeta, decía: ¡Benedictus Dominus Deus meus qui docet manus meas ad proelium, et digitos meos ad bellum!... Bendito sea el Señor mi Dios que instruye mis manos para el combate, y mis dedos para la guerra!
[22].- RODRÍGUEZ DE ABAJO, Mariano: Notice biographique sur le curé Mérino, obra citada, p. 139: “Don Mariano Pichardo, Don Pedro Pérez, antiguos capellanes de nuestro ejército, y el cura de San Pedro de Mont-Sort, su parroquia, le administraron la santa comunión y los últimos auxilios de la religión. Una mejoría aparente se produjo a las 12 de la mañana. Nosotros nos alegramos, era el último destello. Volvió sus ojos hacia nosotros, dijo: ¡Jesús, María, José! Y comenzó su agonía.

1 comentario:

José Fermín Garralda Arizcun dijo...

Estimado don José Antonio Gallego:

Me ha parecido su artículo muy interesante. Ciertamente, según la documentación y los datos sociológicos, es fácil demostrar la continuidad existente entre las ideas, principios, sentimientos y personajes del período tradicional y antinapoleónico de 1808-1814, del realismo de 1820-1823 y del carlismo de 1833. Personalmente, lo he podido comprobar en Navarra y más concretamente en la ciudad Pamplona.

Eso no impide que hubiese algunos cambios de personajes de uno a otro campo político, sobre todo en las personas de calidad e influencia social. Por ejemplo, el general Espoz y Mina pasó de absolutista a ser liberal por despecho contra Fernando VII, cuando éste dio el título de virrey de Navarra al Conde de Ezpeleta y de Beire. Asimismo, Quesada y el conde de Guendulain pasaron de ser absolutistas en 1823 a ser isabelinos en 1833. A diferencia de ellos, don Juan Crisóstomo de Vidaondo y Mendinueta, como el marqués de Vesolla, aparecen tachados como liberales por el Ayuntamiento legitimista de Pamplona en septiembre de 1823 y luego figuran en el campo carlista en 1833. Don Crisóstomo aparece firmando un documento carlista, datado en Alsasua el 2-XII-1833. Firma junto con José Ramón de Berroeta, el marqués de Valdespina, Casimiro Saenz de San Pedro Piscina y Pedro Novia de Salcedo, siendo secretario interino Pedro Miguel de Irañeta. (Copia de este documento me la dió don Ignacio de Orbe y Tuero, siendo -según él- el original propiedad de Enrique Sáenz de San Pedro y teniéndolo en depósito Carlos Saenz de Tejada). Sólo unos ejemplos.

También creo que es necesario subrayar la existencia de varias tendencias políticas: conservadora o absolutista (continuista, antiforal, centralista y partidaria del despotismo ilustrado, v. gr. Fernando VII), renovadora o tradicional (luego carlista, extendida por toda España, y vigente y mayoritaria en los países forales –el Señorío de Vizcaya y las Provincias de Guipúzcoa y Álava- así como en el Reino de Navarra, en cuanto que en estos lugares se vivía la tradición política no absolutista, v. gr. Jovellanos en sus dictámenes con motivo de la convocatoria de Cortes en Cádiz, el Manifiesto de los Persas, las Cortes de Navarra), e innovadora o liberal (rupturista, autotitulada “patriota”, revolucionaria radical o moderada).

Leo con agrado sus investigaciones.

Muchas gracias. Un cordial saludo,
José Fermín Garralda Arizcun